No mires alrededor

Juan Picos, coordinador Proyecto FIREPOCTEP+, y director de la Escuela Ingeniería Forestal de la Universidad de Vigo, escribe el siguiente artículo sobre grandes incendios forestales que afectarán a las poblaciones, también en Galicia, y como poder reducir el riesgo de que también se conviertan en tragedias humanas.

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lume meira

Incendio forestal cerca de casas en Meira (Moaña-Pontevedra)

La semana pasada, durante mi colaboración docente con el MásterFUEGO, tuve la oportunidad de visitar junto a los participantes las áreas de Vigo y Nigrán arrasadas por los incendios del trágico octubre de 2017. Cerré la semana tomando muestras para un proyecto europeo en las zonas de Valdeorras afectadas en 2022 (Alixó, Éntoma, A Veiga de Cascallá…). Mientras recorría esos lugares, repasaba mentalmente los fuegos que, en su día, colaboré a analizar y reflexionaba sobre su estado actual.

Aún conservamos en la retina las impactantes imágenes de los daños de enero en el Condado de Los Ángeles, mientras que otros incendios que devastaron áreas pobladas van quedando borrosos en la memoria colectiva: Valparaíso (Chile, 2024), Lahaina (Hawái, 2023), Mati (Grecia, 2018), Portugal central (2017), Kilmore East (Australia, 2009)…

Quienes me han escuchado o leído en otras ocasiones sabrán que suelo decir que, en los incendios forestales, prácticamente lo único que podemos elegir es en qué paisaje los gestionamos. Un paisaje con más o menos combustible, más o menos adaptado al cambio climático, con o sin actividad agroganadera y selvicultura. Y que nuestras principales herramientas siguen siendo la azada, el diente del ganado, la motosierra y el fuego bueno. Lo sigo sosteniendo. De hecho, una parte esencial de mi trabajo es entender qué implica una buena gestión de combustibles: cómo medir si estamos actuando de una forma suficiente y eficaz, y dónde debemos priorizar nuestras acciones.

Sin embargo, aunque logremos reducir la frecuencia y virulencia de los incendios en los espacios forestales, la posibilidad de que un fuego impacte en una población y cause decenas de víctimas mortales sigue siendo un riesgo real y latente.

Hoy quiero hablar de ello. 

La verdad más incómoda a la que nos venimos enfrentando en la última década es la rapidez con la que los sistemas de extinción de incendios forestales y emergencias, por muy eficaces que sean, colapsan ante las condiciones extremas, la simultaneidad de incendios y, en especial, cuando las llamas amenazan extensas áreas pobladas.

Después, en algunas ruedas de prensa, se reconoce con razón que «esto no tiene precedentes». Pero hay una trampa mental en esa afirmación: nos hace creer que enfrentamos eventos de baja probabilidad, cuando en realidad se trata de eventos de probabilidad desconocida, donde la estadística del pasado ya no es una guía fiable para el futuro.

Además, expresiones como «sin precedentes» e «impredecible» resultan poco útiles, pues diluyen tanto la responsabilidad sobre lo que ocurrió como la urgencia de actuar sobre lo que vendrá. Por otro lado, aunque también es común invocar al cambio climático, éste solo “cocina” los ingredientes que nosotros mismos hemos estado añadiendo a la olla. Es crucial hablar de él, combatirlo y adaptarnos, pero no a costa de ignorar factores más inmediatos, sobre los que tenemos mayor capacidad de acción, tanto individual como colectiva.

Un incendio —la reacción en cadena por excelencia— es como una bola de nieve que rueda ladera abajo: cuando alcanza cierto tamaño, velocidad e intensidad bajo condiciones meteorológicas adversas, se vuelve incontrolable. En ese punto, intentar extinguirlo directamente es inútil. Incluso la lucha contra los incendios forestales tiene límites físicos que ni los medios disponibles ni los profesionales pueden superar.

No podemos enviar a esas personas, como carne de cañón, a librar batallas que, desde el principio, sabemos que no pueden ganar. La estrategia, entonces, se transforma: la prioridad pasa a ser la protección de las personas, los bienes y las infraestructuras.

Sin embargo, cuando el incendio llega, no hay espacio para la improvisación. Quienes trabajamos sobre ello lo sabemos bien. Pero ¿es consciente de ello la sociedad en su conjunto?

Por el contrario, se percibe el fuego como un fenómeno esporádico, algo que ocurre de vez en cuando y para lo que basta con estar preparados y responder cuando suceda. No se asume como un problema que requiera inversión sistemática. Muchos creen que con el pago de impuestos es suficiente, que siempre habrá alguien para solucionarlo, sin importar la magnitud del desastre.

Solo cuando el fuego ha arrasado lo que encontraba a su paso, surgen las exigencias y las preguntas sobre lo que se hizo o dejó de hacer. Entonces, además, proliferan los titulares clamando por más aviones, helicópteros más grandes o la promesa de que la tecnología, la IA, un dron o un sensor podrán —por sí solos— resolver el problema.

Pero lo cierto es que es esa misma sociedad la que, cuando pasó a depender de los combustibles fósiles, rehízo los paisajes y alteró la forma en la que los humanos venían organizando desde hacía siglos la agricultura, el desarrollo urbano, la ubicación de infraestructuras de transporte…

En nuestras aldeas del interior, el monte llegó a las casas; pero, en las zonas densamente pobladas de la costa, son las casas las que fueron metiéndose en el monte, impulsadas por las sucesivas burbujas inmobiliarias y las áreas tensionadas.

Sabemos que los incendios forestales son un riesgo muchas veces inevitable. Entonces, ¿por qué seguimos construyendo nuestros hogares en zonas altamente vulnerables al fuego? Buscamos lugares que ofrecen una calidad de vida excepcional durante gran parte del año, pero que, en unas horas, pueden convertirse en un verdadero infierno. ¿Somos conscientes de ello? ¿Nos preparamos para evitarlo? ¿Confiamos en que nunca nos pasará? ¿Esperamos que, cuando llegue el desastre, alguien venga a rescatarnos como si fuéramos los únicos que importan? ¿O simplemente aceptamos el riesgo como parte del precio a pagar? En España existen muchos enclaves, tanto en ambos archipiélagos como en la Península, que pueden convertirse en un gran problema si llegan a ser alcanzados por un fuego de comportamiento extremo. Por ello, es importante convertir las zonas pobladas en lugares seguros para la población y para las personas que trabajan en el combate contra los incendios.

Cuando un gran fuego forestal se adentra en áreas densamente pobladas, su propia naturaleza cambia: deja de ser alimentado solo por vegetación y una infinidad de materiales artificiales —estructuras, vehículos… — pasan a ser el pasto y el motor del fuego. Además, el entorno urbano está pensado para restringir el movimiento de las personas: construimos muros, vallas, ponemos puertas… El fuego avanza y se despliega por un entorno que, paradójicamente, resulta hostil para defendernos y mucho más para escapar de él.

Las reglas cambian respecto al entorno rural. Los daños también. Una lluvia de pavesas a favor del viento hace que el fuego cruce calles y salte centenares de metros —cuando no kilómetros—. Nuestra casa es la que puede poner en peligro a la de los vecinos. La responsabilidad es compartida entre las administraciones públicas y la ciudadanía, especialmente la que vive en zonas de riesgo. En estos casos ya no se trata solo de prevenir incendios forestales en la llamada área de interfaz, sino de prevenir puntos de ignición dentro de las áreas urbanizadas.

En nuestro imaginario es un frente de llamas el que causa la destrucción de la primera fila de casas, pero lo cierto es que las responsables de buena parte de los daños son las pavesas que caen en materiales listos para arder. En muchos de los incendios que han afectado a áreas densamente pobladas, las escenas se repitieron: vehículos abandonados en calles estrechas, residentes aterrorizados huyendo a pie, equipos de emergencia bloqueados sin acceso para combatir las llamas o auxiliar a los afectados. Más que una evacuación ordenada, es una huida desesperada en el último minuto, marcada por el caos y el pánico y con consecuencias catastróficas.

Ante la posibilidad de estos eventos, tanto en las planificaciones urbanísticas como en las previsiones de emergencias deberíamos preguntarnos: ¿Podemos evacuar de forma segura cientos (o miles) de personas frente a un incendio que se propaga rápidamente? ¿Cuándo se debe tomar la decisión de hacerlo? ¿En qué momento es ya demasiado tarde? ¿Hacia dónde pueden desplazarse cientos (o miles) de personas en caso de una emergencia de esta magnitud? ¿Existen áreas seguras de confinamiento? ¿Son conocidas por la población que debería utilizarlas? La planificación y la información son cruciales para evitar tragedias. La clave no solo está en la velocidad de respuesta, sino en la preparación y la anticipación. El resto es jugar a la ruleta rusa.

Siempre queda la sensación de que, una vez superada la emergencia, el aprendizaje colectivo es mínimo. Repetimos los mismos errores, nos aferramos a culpas y divisiones en lugar de enfocarnos en construir resiliencia a largo plazo para afrontar el próximo gran incendio inevitable.

En general, preferimos evitar mirarnos al espejo y nos conformamos con reafirmar nuestros prejuicios. Es desalentador comprobar en el terreno que, salvo contadas y valiosas excepciones, después de siete añoshemos avanzado tan poco, mientras el riesgo sigue su curso, implacable, minuto a minuto, como el meteorito que se dirigía hacia la tierra en “No mires arriba” (Don’t look up, 2021). En la película, el astrónomo interpretado por Leonardo DiCaprio se desvivía, sin éxito, por convencer a la población de un impacto inevitable que acabaría provocando una catástrofe planetaria.

Mientras, eso sí, podemos asomarnos a nuestra red social favorita y ver cómo arde la casa de algún actor de Hollywood, sintiéndonos más listos por un instante… o, también podemos, simplemente seguir haciendo scroll.

Hasta que llegue ESE día…

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