Son las cuatro de la mañana en los Ancares y José Antonio Díaz ‘Palillo’ finaliza su jornada. Separó del rebaño las 9 vacas que mañana llevará en trashumancia hasta la montaña y se aseguró de que el resto del grupo queda atendido. Cerró una pradera con doble hilo de pastor eléctrico, llenó una cisterna de agua y se la llevó a los animales. No los volverá a ver hasta pasado mañana.
A José Antonio, un ganadero ya veterano del lugar de Cerredo, en Navia de Suarna, le quedan poco más de tres horas de sueño y le espera un largo trayecto de trashumancia a pie hasta Campo de Agua, en Villafranca del Bierzo (León). Es uno de los 15 ganaderos de los Ancares que mantiene el desplazamiento estacional del ganado para aprovechar entre mayo y noviembre los pastos de la montaña leonesa. Cada primavera, 300 vacas de los Ancares lucenses marchan hacia León.
Campo de Agua era la referencia de aldea tradicional de los Ancares leoneses, pero un incendio se la llevó por delante en los 80
Su punto de destino, Campo de Agua, era la referencia de aldea tradicional de los Ancares leoneses. Destacaba por una veintena de pallozas tejadas con paja de centeno y por su emplazamiento, en un valle rodeado de montañas, a casi 1.300 metros de altitud. Funcionó durante siglos como aldea de verano, que sólo se habitaba cuando pasada la invernada y desaparecida la nieve, los vecinos de los pueblos próximos subían con el ganado a aprovechar los pastos del estío.
Todo cambió en los años 80. Varios fuegos quemaron por completo el pueblo, que quedó abandonado, y al poco también dejó de haber ganado que subir a la montaña. Desde finales de los años 90, el valle de Campo de Agua, que suma más de 700 hectáreas de pastos arbustivos, es aprovechado por un grupo de ganaderos de los Ancares gallegos, que le alquilan el terreno a las dos comunidades de montes propietarias.
El movimiento estacional del ganado desde la parte gallega de la montaña hasta la leonesa se explica por la carencia de superficie de pasto en los Ancares lucenses, donde el crecimiento de las ganaderías no se acompañó de un aumento paralelo de las tierras agrarias. «Uno de los problemas que tenemos en Cervantes es la falta de superficie. Nosotros, por ejemplo, manejamos alrededor de 40 hectáreas para 38 vacas, cuando con ese rebaño necesitaríamos el doble de terreno», resume Hugo Trabado, un ganadero que no llega a la treintena y que se incorporó hace un par de años a la explotación familiar.
En la ganadería de Hugo, llevan desde hace 18 años una parte de las vacas hasta Campo de Agua cada primavera. José Antonio Díaz ‘Palillo’ suma casi otro tanto, 15 años de desplazamientos. Los acompañamos esta primavera en el viaje de trashumancia hacia León. Van también en la partida las vacas de José Méndez, ganadero de Santalla (Cervantes), toda una vida dedicada al campo que continúa tras pasar la frontera de la jubilación. Entre los tres van a conducir 28 reses de carne -rubias, asturianas, limusinas y cruces- hasta los pastos de León.
Nos esperan más de 20 kilómetros a pie por la montaña, partiendo de los poco más de 800 metros de altitud de Quindous, donde se juntan los tres rebaños de vacas, a los más de 1.500 de la cordal que separa León de Galicia, para luego bajar al valle leonés, en el que los animales permanecerán hasta noviembre.
La mañana comienza con fuerza. Los animales, descansados, encaran la carretera de subida a la montaña con velocidad. Suena sobre el asfalto un concierto continuo de los cencerros que llevan las vacas colgadas del cuello. Para un oído cualquiera, las campanas no se distinguen unas de las otras. Error. Cuando los animales estén en el monte, ocultos entre abedules y piornos, cada ganadero será capaz de identificar los suyos sólo por el sonido del cencerro, sin necesidad de verlos.
Los rebaños de las tres explotaciones marchan por la carretera separados unos metros unos de los otros, para así evitar conflictos entre los animales. Entre medias, los ganaderos, con la ayuda de vecinos y familiares, guían y se ocupan de que ninguna de las vacas se despiste en los cruces.
«Las vacas conocen el camino. Hay algunas que fueron siete u ocho años y conducen al resto» -explica José Antonio Díaz ‘Palillo’-. «Las mías ya son veteranas y saben bien por donde tienen que ir», presume.
Kilómetros después, esas buenas previsiones se torcerán. Llegados a Degrada, ya a unos 1.300 metros de altitud, donde finaliza el asfalto y comienza una pista forestal, los ganaderos esperaban reagrupar las reses ante un paso canadiense, un dispositivo que consiste en una zanja que corta la pista y que está cubierta por una parrilla metálica, a fin de evitar el avance de los animales. El problema es que el paso resultó estar abierto por un lateral, por lo que las reses siguieron adelante antes de que nadie pudiese pararlas. La consecuencia, tres de las vacas de José Antonio tomaron el camino equivocado.
«Son vacas un poco locas» -bromean los compañeros.- «Quisieron ir primeras y avasallarnos y mira lo que pasó». ‘Palillo’ justifica el despiste de los animales: «Lo que sucedió es que las vacas más veteranas, que hacen de jefas, no pude traerlas esta vez porque van a parir dentro de poco. Estas son más novatas».
Entre tanto ‘Palillo’ va tras los animales extraviados, el resto del grupo hace parada, ya bien pasado el mediodía, en la Campa de Tres Bispos, donde finaliza la pista forestal y comienza una senda por la que toman camino las vacas, ya encarriladas hacia el destino final.
La Campa de Tres Bispos es un punto habitual de paso de montañistas y de las excursiones que suben a la sierra. Desde allí hay menos de una hora a la cumbre de Tres Bispos, una montaña que lleva ese nombre porque en un tiempo se dice que separó los obispados de Lugo, León y Asturias.
Ese día coinciden en la Campa con los ganaderos dos excursiones de A Coruña y de Lugo. El grupo de A Coruña, una veintena de adolescentes de un instituto, contempla el imponente panorama, todo un cordal de kilómetros de cumbres que se acercan a los dos mil metros de altitud, desde el Mustallar en el norte hasta el Penarrubia en el sur.
– ¿Y aquí no hay ciudad? -pregunta, despistado, uno de los jóvenes de A Coruña.
– Al llegar allí al alto está el centro comercial. -anima otro.
Calienta el sol y no queda nieve en la montaña. Vino un invierno seco que dejó un pasto pobre en los valles. Otros años, los ganaderos recuerdan haber llevado las vacas casi enterrándose en la nieve. «Hubo una vez que tuvimos que venir el día antes y nos pasamos toda una tarde paleando nieve desde Campa do Brego hasta el alto para que las vacas pudiesen subir», recuerda Amadeo Fernández, ganadero de Cervantes, que hoy no lleva vacas en la partida pero va echando una mano en el control de los animales de sus vecinos.
Peor que la nieve es incluso cuando hay niebla. Entonces, si uno se aventura en la montaña, llega un momento en el que pierde la orientación y no es extraño, cuentan, andar a vueltas en círculo durante horas sin encontrar el camino.
Las que finalmente encontraron el camino bueno son las tres vacas fugitivas de ‘Palillo’, que parecen haber entrado en razón y, ya pasada la Campa de Tres Bispos, marchan hacia parte leonesa de la montaña. Los animales, sin embargo, van con ideas propias y al poco abandonan la senda para improvisar un área de descanso, tumbados al sol sobre la hierba en la Campa das Porcarizas, justo al cruzar el límite de Lugo con León, en una golada del cordal montañoso que crestea entre las dos provincias.
Estamos a unos 1.500 metros de altitud bajo un sol que quema, en un paisaje descubierto en el que hay que buscar la sombra al pie del matorral, formado por piornos y uces que superan los dos metros. Sólo queda una bajada de poco más de una hora hasta Campo de Agua, así que los ganaderos barajan dejar esos animales en la Campa das Porcarizas. Al final, se deciden a encaminarlos hacia abajo, pues tiene pasado que algunas vacas vuelven por su cuenta a Cervantes y es mejor quitarles esa idea.
«El regreso de animales sucedía sobre todo los primeros años, cuando no conocían el terreno. Ahora que están acostumbrados es extraño que vuelvan -explican-, pero hemos llevado vacas a Campo de Agua y al día siguiente por la mañana aparecer en Cervantes en la puerta de la casa».
Atravesamos un piornal en la bajada hacia Campo de Agua, dejando a un lado un refugio de montaña, y entramos en un bosque de acebos y abedules. El sonido de un río anuncia la pronta llegada al valle, donde las vacas se dividirán en los tres rebaños originales y elegirán territorio para los próximos meses. Tienen a su disposición cientos de hectáreas de monte bajo, salpicado de bosquetes de arbolado y de parcelas de pastos, en las que aún se conservan los antiguos vallados de piedra.
El matorral, una mezcla de carquesa, brezo y uces, fue colonizando con los años gran parte del valle y de las laderas, donde en otro tiempo había tierras de labor para el centeno y hierba para los animales. Las cerca de 300 vacas que llegan cada primavera de Galicia para aprovechar los pastos arbustivos contribuyen a frenar esa expansión del monte. Los ganaderos, a mayores, escogen los mejores terrenos para desbrozarlos y favorecer la regeneración de pastos.
El suyo es un trabajo contra el abandono del territorio. En los últimos años, las aldeas de Campo de Agua viven una recuperación en paralelo, pues los vecinos de los pueblos próximos están restaurando las pallozas caídas y las antiguas casas de piedra para transformarlas en chalés de verano.
Ya se va el sol y dejamos Campo de Agua, camino de vuelta en todoterreno hacia la parte gallega de los Ancares. Las vacas quedan atrás, establecidas en el que será su hogar hasta las nieves de noviembre. «Si hay alguna que va a parir antes, en agosto o septiembre, venimos con un remolque y la llevamos de vuelta. Aquí no podemos dejarla con el ternero por los ataques del lobo», explican los ganaderos.
Todos los años se pierde algún animal, quizás por el lobo o por el oso, aventuran los productores. Muchas veces ni aparecen los restos de las vacas extraviadas, con el agravante de que para los animales en extensivo no existe posible indemnización por ataques de fauna salvaje.
Entre repaso a problemas varios, llegamos de vuelta a Quindous, ya de madrugada. Amadeo aún tiene que atender una novilla, que parece que está de parto, y Hugo marcha al prado mirar una vaca que también tendrá un ternero en cualquier momento. Así es una jornada de trabajo de los que en León llaman «los vaqueros de los Ancares», probablemente los últimos trashumantes de Galicia.
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